Cuento de Navidad
El Secreto de las
Esferas
Carlos Rubio, Costa Rica
-¿Ya le hiciste la carta
al Niño Dios?- preguntó mamá mientras recogÃa los platos del desayuno.
-Me gustarÃa un...
-Pero apurate a escribirla ya -interrumpió papá, al mismo
tiempo que enjuagaba una taza en el fregadero-. No quiero andar en carreras. La
gente, en esta época, se pone como loca, los almacenes ya están abarrotados.
-Bueno -agregué-, le quiero pedir...
La bocina del autobús
escolar se interpuso a mis palabras.
-Dios mÃo, este chofer se adelantó tres minutos- expresó
mi madre sobresaltada-. ¿Ya te lavaste los dientes? Corré, corré. Más tarde
paso por vos a la escuela.
Los besos de mis padres
cayeron como rápidos golpecitos sobre mi frente. Agarré el bulto y, después
de dar cuatro zancadas, me subà al aparato que inmediatamente se hecho a
andar. Me senté en el mismo sitio de todos los dÃas, al lado de la ventana. A
través del vidrio vi a mamá cerrar la puerta de la casa y a papá consultar su
reloj. Ya se iban para su trabajo. Ya no los verÃa a los dos juntos, hasta la
noche, cuando, cansados se contarÃan los colerones que se habÃan llevado
durante el dÃa, sacarÃan cuentas para ver si les alcanzaba la plata y luego,
verÃan un rato la televisión, como para olvidarlo todo.
Cerré los ojos por unos
instantes para pensar qué regalo me podrÃa traer ese Niño Dios bajo las
tibias pajas de su pecebre.
***
Los vientos alisios
anunciaron la llegada de diciembre. Y es que las manos invisibles del viento
mueven las hojas de los arbustos, los cabellos de la gente y las lucecillas eléctricas
que cuelgan de los aleros de las casas. A mà me parece que también fue el
viento el que entró en mi cuarto y se llevó la carta hasta las manos de mis
padres. Eso no lo vi. Pero, supongo que la leyeron con preocupación, hicieron
cálculos para ver qué podÃan comprar y qué no. Se pusieron de acuerdo en lo
que darÃa cada uno, incluido el Niño Dios, por supuesto. Y acordaron la meta
de tener los paquetes, debidamente envueltos y coronados con lazos rojos y
verdes, al pie del árbol, en la noche del 24.
Y no me equivoqué. Pues
allà estaba, en la sala de la casa, el árbol que culminaba con una estrella
que se encendÃa y se apagaba, como cometa de oro. Las ramas frondosas se
volcaban con el peso de las esferas. Y en el suelo, los paquetes que el Niño
Dios habÃa traÃdo consigo desde su residencia de celajes.
-Podrás abrirlos hasta
después de la medianoche -dijo papá despeinándome con cariño y volvió a
entrar a la cocina para ayudar a mamá a terminar la cena.
Solo, frente a las
misteriosas cajas, empecé a imaginar lo que contendrÃa cada una. Tal vez esa,
que estaba justo a la izquierda serÃa la del carro a control remoto. O quizá
la otra, escondida detrás del tronco, la del tren eléctrico.
Recorrà con la vista, los
detalles del árbol. Miré mi cara reflejada en cada una de esas esferas que
parecÃan frutos de escarcha. Me veÃa tan cachetón e inflado, como si esas
bolas fueran espejos de esos que lo deforman a uno.
Empecé a parpadear, al
darme cuenta que ya no podÃa observarme en sus superficies pulidas. En una
esfera miré a papá y a mamá sentados en la graderÃa del gimnasio de la
escuela, aquel sábado por la mañana, en que metà un gol maravilloso. SÃ,
ellos no pudieron estar ahà porque tenÃan que atender a un cliente. En otra
bola observé a mamá y a papá leyéndome un cuento por la noche, antes de
dormir. Desde que abrieron su propio negocio dejaron de hacerlo. En aquel cÃrculo
de plata que estaba cerca de la estrella miré que mamá, papá y yo almorzábamos
sentados sobre el zacate, como los domingos de antes, cuando salÃamos ir a pasear.
En el centro de un bombillo miré el beso pausado que mamá me daba antes de
salir a la escuela.
Las bombetas anunciaron
que el Niño Dios acababa de nacer, una vez más, para regocijo del universo.
Mis padres salieron de la cocina a decirme que ya podÃa abrir los regalos. El
Niño Dios, este año, habÃa podido traer casi todo lo que habÃa escrito en la
lista. Yo, empecé a romper los papeles de colores y a asombrarme con los
juguetes. Pero, no podÃa dejar de mirar las esferas del árbol, donde mamá,
papá y yo todavÃa, sentÃamos el cálido arrullo del abrazo.
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